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Preocupación ecológica


En el despertar de la conciencia ecológica se encuentra la creación de zonas protegidas para ayuda de especies amenazadas. La mariposa monarca se posa en los bosques centrales de México tras un largo viaje desde Canadá.

En Estados Unidos, mientras los estudiantes de Seattle pasaban el día recolectando basura, otros jóvenes de Atlanta recogían y acomodaban cientos de envases no retornables y los apilaban en sitios visibles. En Washington, capital del país más industrializado del mundo, se cerró la famosa Quinta Avenida al tránsito de automóviles para permitir que unos 100 000 ciudadanos deambularan sin necesidad de recursos artificiales. Poco más de 14 000 escuelas, universidades y comunidades a lo largo de toda la nación se dedicaron a impartir cursos y talleres para aprovechar y cuidar los recursos naturales. Era el 22 de abril de 1970, el Día de la Tierra, y unos 20 millones de estadounidenses 
participaron en esta cruzada a favor del aire limpio, el agua pura y un sinfín de mejorar el ambiente.
Día de la Tierra
Hacía tiempo que en los círculos científicos se hablaba de ecología. La preocupación social y el interés científico por los temas ambientales habían figurado en campañas presidenciales, como la del estadounidense Theodore Roosevelt, en 1908; o unas cuantas conferencias internacionales en pro de la naturaleza como la promovida en París en 1923. Sin embargo, no hay duda de que fue en la década de los setenta cuando ecología dejó de ser un término especializado para incorporarse al vocabulario cotidiano y fomentar una nueva actitud vital: el cuidado del planeta. Entonces sí cundieron la preocupación y el compromiso social, y surgieron grupos de acción concreta. Palabras como contaminación, reciclaje, basura orgánica biodiversidad, especie en extinción y calidad del aire pasaron al léxico de los jóvenes y de los ancianos, de los adultos responsables y de los profesionales preocupados, de las amas de casa y de los niños.

No era para menos. A lo largo del siglo, la naturaleza había enviado ya múltiples señales de alarma ante los agresivos procesos de industrialización y desarrollo. En 1930, el valle del Río Mosa, en Bélgica, se cubrió con un manto blanquecino de niebla, densa y helada, en la primera semana de diciembre. Se trataba de una capa que enrareció el aire durante unos cuantos días. Miles de habitantes del valle enfermaron y 60 murieron.  Algo semejante se repitió al otro lado del mundo en octubre de 1948, cuando una franja del noreste de Estados Unidos, el valle del río Monongahela, fue presa de ese fenómeno, conocido con el nombre de inversión. En Donora, un poblado cerrado muy industrializado, enfermó casi la mitad de los habitantes, unos 6 000, y al menos 20 personas murieron.

Donora, 1948
Durante siglos, la calefacción doméstica de los ingleses se había basado en chimeneas y estufas de carbón dentro de las casas. El humo y la niebla formaban parte de la cultura londinense y añadían un cierto encanto al aspecto de la ciudad. Sin embargo, la extraña niebla que durante cinco días cubrió a Londres en diciembre de 1952 ya no tuvo nada de encantadora ni misteriosa, sino que fue mortal. De color amarillento, densa y amenazadora, era más bien aire envenenado por la contaminación industrial y las emanaciones del transporte, cuyo hollín y partículas suspendidas cobraron 4 000 vidas.

En la década siguiente, el aire se volvió prácticamente irrespirable en ciudades como Nueva York, Tokio y México, no obstante, para la mayoría el envenenamiento pasaba inadvertido Nueva York registró episodios de atmósfera contaminada en 1962, 1963 y 1966. La contaminación produjo 405 muertes en 1963. En otras partes no había registros, pero sí defunciones sospechosas. “Si tienes ardor de ojos y lagrimeo, y te cuesta trabajo respirar o la garganta te arde, es porque estas rodeado de smog. No importa que el sol brille y el cielo esté azul”, advertían los expertos. Poco a poco la gente se daría cuenta y reaccionaría.

La ONU designó oficialmente a 1970 como el año de la Naturaleza. La década entera atestiguaría el despertar del ser humano a una nueva conciencia social: el manejo inteligente y duradero del ambiente, del cual dependía el futuro de la humanidad. A partir de la Revolución Industrial, la especie humana había creído que su relación con las demás especies del planeta era de dominación y control absoluto. La ciencia y la técnica le proporcionaban una capacidad de actuación sobre las demás, para modificarlas en su beneficio y la mayor parte del tiempo dejó de considerar las consecuencias de esa modificación. Ahora quedaba claro que había provocado reacciones imprevisibles en la estabilidad de la biosfera.

Una estudiosa infatigable, la bióloga Raquel Carson, describía así la situación: “Por primera vez en la historia del mundo, cada ser humano está sujeto al contacto con sustancias químicas peligrosas desde los momentos de su concepción hasta la muerte. “Su primavera silenciosa”  abrió la caja de Pandora de nuestro siglo. En su lucha contra los mortíferos plaguicidas, como el DDT, encontró fuerte oposición, pues detrás del deterioro ecológico estaban los intereses de enormes consorcios industriales, las trasnacionales y el deseo de industrialización de los países más atrasados.
Raquel Carson
La situación era muy compleja. Muchos comenzaron a repartir ideas catastrofistas, casi apocalípticas, sobre la destrucción del planeta. Les salieron al paso quienes creían que las consideraciones ecologistas semejaban “cuentos de terror”. Se hablaba de una civilización “bañada en DDT”, del “aire infecto” que se respiraba, de venenos en la comida y de que pronto no habría más agua limpia para beber. Estados Unidos se convirtió en blanco de los ataques y, por lo mismo, los grupos ecologistas tuvieron un gran auge en ese país. A mayor desarrollo e industrialización correspondía mayor producción de desperdicios.

La sociedad civil comenzó a organizarse. Tras la protesta siguieron los partidos verdes, semejantes a los que en la década previa habían luchado por los derechos civiles. Pero los verdes agrupaban a niños y ancianos, oficinistas y empresarios, marginados y triunfadores. En todo el mundo aumentaba la nación de que el ser humano debía respeto a su entorno, y de que ni el medio natural ni el ambiente modificado por el hombre a lo largo de la historia pueden destruirse en razón de necesidades inmediatas. La industrialización como indicador de progreso merecía ser revisada en bien de la supervivencia humana. El amor a la Tierra y a todos sus habitantes desafió el consumismo desbocado.

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