Antecedentes históricos
Después de que el cristianismo fue aceptado por el Estado
romano mediante el Edicto de Milán del año 313, el emperador Constantino
trasladó la capital de Roma a Bizancio, conocida también como Constantinopla.
Desde ese momento se convierte en la heredera directa del imperio romano y,
bautizada como la nueva Roma, se transforma en un modelo de elegancia y
esplendor durante la Edad Media.
En los primeros siglos del cristianismo el Imperio bizantino
rechazó la tutela de Roma, configuró un arte propio y una cultura independiente
de la latina, ya que manifestó preferencia por elementos griegos y orientales.
Esta tendencia estuvo reforzada por la misma Constantinopla, pero más aún por
las diferentes provincias orientales que formaban parte del gran imperio. En el
Imperio bizantino la corte fue el centro de la vida intelectual y social; los
emperadores estaban en la cúspide de las tres jerarquías: iglesia, estado y
administración.
En virtud de que el cristianismo era ya la religión oficial,
y estaba bajo la protección de los emperadores, su organización reflejo el
carácter severo y autoritario del gobierno imperial. La majestad de Dios era
sentida a través del poder absoluto del gobierno, por medio de solemnes
rituales, de ceremonias litúrgicas y cortesanas.
La liturgia fue una creación y un medio totalizador
destinado a proporcionar a los creyentes una visión ultraterrena, reafirmando
así la humilde posición del hombre dentro de las jerarquías y el orden de las
cosas.
Las enormes construcciones basilicales, la penumbra de las
iglesias, el esplendor dorado de sus mosaicos, los enigmáticos símbolos
representados en los muros, todos estos elementos se conjugaban para evocar una
deidad inescrutable y terrible, que ponía de manifiesto el abismo existente
entre la divinidad y el individuo. Es está una época de gran misticismo, que
inunda a los espíritus de una fe ciega.
Este tipo de religiosidad extrema y contemplativa
consideraba a los humano, material y terrenal como subversivo; por el
contrario, el mundo del espíritu y de la fe adquirió mayor trascendencia.
En este ambiente de religiosidad y misticismo, aunado a un
severo autoritarismo, el Imperio bizantino estuvo siempre agitado por
innumerables herejías y disputas teológicas, que en ocasiones llegaron a
amenazar su estabilidad interna; una de las disputas más importantes y de mayor
repercusión fue la aquella iconoclasta o querella de las imágenes, acaecida en
el siglo VIII. Esta lucha religiosa afectó al imperio durante más de un siglo,
al punto que se pretendió suprimir las imágenes al considerarlas objeto de
idolatría. Sin embargo, lo que realmente se buscaba era fundar un fuerte estado
militar, para lo cual era necesario debilitar el tremendo poder que ejercía la
iglesia y la monarquía.
La lucha iconoclasta fue también una de las causas que
contribuyó poderosamente a la separación de la iglesia católica de occidente y
la iglesia ortodoxa bizantina en el año 1054.
La influencia de Bizancio en la civilización occidental es
realmente escasa durante le Edad Media; fue sólo después de la caída del
imperio en manos de los turcos, en 1453, cuando la cultura bizantina de
tradición helénica llegó a Italia para contribuir con los movimientos
humanistas y renacentistas.
Manifestaciones artísticas
El sentido religioso y cortesano del imperio bizantino se
manifestó claramente en el arte de la época; se construyeron multitud de
monumentos religiosos que ponían en evidencia el poder absoluto de la iglesia y
del imperio.
El arte trató de hacer perceptible a los sentidos la
intuición de lo divino, de aprehender de alguna manera la realidad ultraterrena
de lo invisible; fue así que en esta época la intuición de lo infinito, de lo
trascendental, se hizo real: se creó un espacio, la iglesia, en donde se
encontró a Dios y a todos los santos representados en el arte del mosaico, de
la escultura y de los iconos.
La arquitectura
Las iglesias son ante todo un lugar santo y de reunión, y
concebidas como un mundo aparte, como verdaderos universos cerrados, con su
propia bóveda celeste. La creación de la basílica con cúpula adquirió
significación cósmica: era la bóveda misma del cielo, de manera que los ojos de
los fieles se elevaban de la esfera terrestre al mundo divino. A partir de
estos elementos el arte expresó una fe abstracta: el deseo del hombre de
liberarse de sus vínculos terrestres para alcanzar la vida eterna.
En el Imperio bizantino se edificaron tres tipos principales
de iglesias: las basílicas con cúpula, como la de “Santa Sofía”, en Constantinopla;
las iglesias de planta cruz griega, que aparecieron en el siglo IV, como la de
los “Santos Apóstoles”, en Constantinopla, y las iglesias de planta central
cubiertas con cúpula, como la iglesia de “San Vitale”, en Ravena.
La planta de las iglesias bizantinas en forma de cruz
griega, es decir, de una cruz con sus cuatro brazos iguales, tiene las columnas
coronadas con arco de medio punto que mantuvieron su papel de resistencia y
decoración. El techo de las iglesias tuvo variaciones, pues se usaron la bóveda
de cañón, de arista y las cúpulas de distintas formas: hemisférica, achatada o
bulbosa, que fueron elementos característicos de la arquitectura bizantina. El
empleo de una cúpula central, apoyada en semicúpulas o cúpulas más pequeñas a
los lados, da a las iglesias bizantinas, contempladas desde afuera, un aspecto
inconfundible como el resultado del predominio de las líneas curvas sobre las
rectas.
La pintura y el mosaico
La pintura, tanto por sus temas como por su esencia, destaca
entre las demás artes figurativas de la época bizantina. La escultura de bulto
redondeado y el relieve monumental se extinguen por completo, sobre todo desde
la lucha de los iconoclastas; sólo el relieve de pequeño formato, como los
marfiles y trabajos en metal, se utilizó para fines religiosos y profanos
(pequeño altares, cajas y utensilios de altar). Entre los géneros de la
pintura, el de más alto rango es el mosaico. Su preciosismo y su luminosa
fuerza reflejan con la mayor pureza el carácter sobrenatural, inmaterial y
sagrado de las verdades de fe representadas, el mosaico, por sus refinados
métodos de tratamiento, constituye la técnica más apropiada para logras, en las
bóvedas y cúpulas del recinto de la iglesia, a la par que la máxima luminosidad
y una gran riqueza cromática, una nueva vida la superficie.
La decoración iconográfica de las iglesias se ajusta a un
programa teológico y a un sistema de símbolos. Así, la iglesia es la
reproducción de la disposición jerárquica que existe en el universo. Cada parte
de la iglesia recibe imágenes del Pantocrator, es decir, la figura de Cristo
como Dios Todopoderoso, de la Virgen María en el trono, de la venida del
Espíritu Santo, y del coro de los santos y ángeles.
La pintura mural y la de libros generalmente tiende, por la
soltura de sus técnicas, hacia una mayor libertad en el relato detallado y en
los medios más marcadamente gráfico-abstractos o pictórico-ilusionistas de la configuración
formal. Las formas y medidas puramente simbólicas, la concentración sobre lo
temáticamente importante y la severa dignidad que intenta reflejar al modelo
sagrado constituyen la esencia del arte figurativo bizantino. La pintura de
libros o miniaturas toma como temática principal escenas del Génesis, de las
Evangelios, los Salmos, pasajes de la vida de la Virgen y también los llamados
calendarios de los santos.
Los iconos
El cuadro religioso sobre tabla, el icono, tiene una
importancia y función especial en el arte bizantino. Los iconos de santos,
conocidos ya desde el siglo IV como representaciones de mártires, se convierten
en el siglo VII en objeto de una iconodulia a veces abusiva, que provoca la
lucha de los iconoclastas. La doctrina ortodoxa sobre las imágenes impone el
predominio de ciertos temas, así como el tipo y la misión de los iconos. Se
representan, sobre todo, Cristo y María, posteriormente también ángeles y
santos, según el orden marcado por las fiestas del calendario, o con escenas de
sus vidas, cuadros festivos, etc.
En la pintura de iconos se conservan con especial rigidez e
inmutabilidad: tipos fijos en la configuración de rostros, posturas y ademanes,
así como la frontalidad y la espiritualización visionaria, con la cual se
intenta lograr la autenticidad exigida y la mágica relación con el original.